viernes, 3 de agosto de 2012

CRÓNICA: “Vivíamos rodeados por la muerte”: sobreviviente de la tragedia aérea en Los Andes

Jueves 02 de agosto de 2012 09:30 AM
Juan Pablo Crespo / Maracaibo

“Comer carne humana fue la llave que nos permitió mantenernos con vida”. La adversidad atroz que enfrenta hace casi 40 años José Algorta lo obliga a traspasar límites que para muchos son impensables, incluso, tabú.
Algorta es una de las 45 personas (40 pasajeros y cinco tripulantes) que el viernes 13 de octubre de 1972 está a bordo del vuelo 571. Se trata del mismo avión Fairchild F-227 alquilado a la Fuerza Aérea Uruguaya que se parte en dos luego de chocar contra la cordillera de los Andes, del lado argentino, a más de 4.000 metros de altura.

A partir de allí, se inician 72 días de horror interminable. Un grupo de sobrevivientes resiste una desigual lucha contra la implacable naturaleza. No todos están en las mismas condiciones para dar la batalla que apenas comienza.
Algunos, por las heridas sufridas en el accidente, y otros por estar en el lugar equivocado, con el paso del calendario caen como piezas de dominó. La muerte poco a poco se lleva a los menos aptos.
Para otros, como Fernando Parrado (“Nando”), la tragedia es mucho mayor. “Nando”, inconsciente los tres primeros días y con el cráneo fracturado, pierde primero a su madre en el impacto. Al recuperarse, se dedica a cuidar a su moribunda hermana menor, Susana. Además de alimentarla, masajea sus piernas ennegrecidas por la gangrena que la afecta producto de las gélidas condiciones ambientales. Al octavo día, Susana muere entre sus brazos.
Por irónico que parezca, el frío inhumano que congela hasta los pensamientos fue el mismo que salva a los sobrevivientes. De no ser por las bajas temperaturas, no hubiesen podido conservar los cadáveres que luego se convirtieron en alimento. La escasa comida disponible entre los restos del avión se agota rápidamente.
Para expertos conocedores de la montaña, Algorta y los otros 15 que viven para contarlo deberían estar muertos.
Sin suficiente comida ni agua, sin la vestimenta adecuada para soportar los -30 grados de temperatura, bajo el acecho de avalanchas y la falta de oxígeno (hipoxia), lo lógico es que la voz, sueños y esperanzas de Algorta sucumban ante las condiciones extremas. Ni hablar de lo que pudo suceder en el accidente que parte en dos el avión y esparce cuerpos sin vida sobre la nieve.
Un día antes de la tragedia, en la mañana del jueves 12 de octubre, despega de Carrasco hacia Santiago de Chile el avión militar que transporta al club uruguayo de rugby Old Christians (colegio Stella Maris de Montevideo) para jugar con un equipo de la ciudad anfitriona. Para que el viaje salga más económico, se contrata el avión castrense. Y para reducir aún más los costos, los deportistas cumplen con el objetivo de llenar los 40 asientos disponibles entre familiares, amigos y fanáticos.
Entre esos se encuentra Algorta, estudiante de ciencias económicas de 21 años. Aunque nada tiene que ver con el Old Christians, aprovecha el viaje a Chile de sus amigos para visitar a su novia que vive en Santiago, y a quien conoce durante sus años de estudios en el colegio San Ignacio, en la capital chilena.


La nave cargada de sueños parte a las 8:05 am. Los atletas bromean y se lanzan el balón de un asiento a otro. Pero el mal tiempo obliga al capitán del avión a aterrizar en la ciudad argentina de Mendoza. Allí pasan la noche. En la tarde siguiente, el 13 de octubre, la tormenta persiste, aunque en menor grado. El coronel Julio Ferradas, al mando del aparato, decide reanudar el vuelo hacia Chile poco después de las 2:15 pm. La alegría regresa y el balón vuelve a cambiar de manos una y otra vez.
Luego de una serie de contactos con la torre de control, entre la niebla, un tapete inagotable de nubes y fuertes vientos, el capitán desciende previa autorización desde unos 3.500 metros de altura (mda) hasta los 1.000 mda porque cree ubicarse en una zona segura. Pero no, los picos de las montañas se encuentran a pocos metros del avión que se sacude. El balón tiene cada vez menos dolientes.
A medida que la distancia entre las alas y las rocas se reduce, en esa misma medida las miradas de terror se incrementan. Ya nadie se concentra en la pelota, sino en sus propias oraciones.
De repente, el sonido de la alarma de colisión se activa. El pánico alcanza su pico cumbre. La tripulación tiene apenas unos segundos para tratar de superar el macizo que entre las nubes aparece al frente, pero es demasiado tarde. El avión que se caracteriza por volar con la cola un poco más baja que la nariz tiene su primer impacto. Inmediatamente después llega un segundo choque que desprende el ala derecha y que a su vez parte a la nave en dos pedazos. Así, antes que llegara el tercer golpe, cinco asientos con sus ocupantes salen desprendidos hasta estrellarse contra las rocas nevadas. La muerte fue instantánea.
El último impacto desprendió el ala izquierda. Otros dos asientos salen disparados con el mismo fatal resultado.
El fuselaje que simula un proyectil comienza a deslizarse a una velocidad vertiginosa por la blanca superficie, hasta que un banco de nieve lo detiene súbitamente. La brusca detención provoca la muerte de cuatro de los cinco tripulantes de cabina. El tren de aterrizaje los aplasta y mutila cualquier esperanza de salir de aquello con vida. En total son 13 las personas que fallecen en el accidente.
Por la noche, otras tres personas pierden la vida como consecuencia de las heridas.
“No recuerdo en cuál parte del avión me encontraba sentado. La memoria relacionada con el momento del accidente la tengo bloqueada”, dice José Algorta desde su oficina de Buenos Aires, contactado por PANORAMA 40 años después de aquel trágico día. “Lo que sé es que estaba a un lado de mi amigo Felipe Maquirriain, quien murió en el choque”.

La muerte sigue su acecho el sábado 14 y se lleva a la señora Graciela de Mariani. Antonio Vizintín, jugador de apenas 19 años, se salva de morir desangrado gracias a un improvisado torniquete que sus compañeros le colocan.
Al día siguiente, las esperanzas de ser rescatados invade el ambiente. Después del mediodía tres aviones surcan el cielo, aunque siguen de largo. Luego pasa una cuarta nave mucho más cerca y mueve las alas. El salvamento de los sobrevivientes parece inminente. Pero nada sucede el lunes 16, ni el siguiente día, ni el otro, ni el otro...
Al caer la tarde, otra mala noticia sale al aire. Marcelo Pérez, capitán del equipo, manifiesta: Alguien se come parte de la comida que se raciona.
Una galleta, un cuadrito de chocolate y un sorbo de vino es lo único disponible. Como en el equipo de rugby, Pérez asume el liderazgo. Él distribuye rápido los roles y trata de transmitir la calma entre cadáveres y lamentos de agonía.
Los desacuerdos no faltan, pero la red de solidaridad y trabajo en equipo va tomando forma. En el inesperado campamento del horror existe un solo objetivo: Salir con vida.
“Lo más importante era estar vivo un día más. Si sucedía así, allí estaba la oportunidad de salir de aquel lugar”, recuerda Algorta.
Adolfo Strauch inventa un convertidor de nieve en agua. Roberto Canessa, estudiante de medicina, comienza a fabricar guantes con los forros de los asientos del avión y lentes para minimizar el encandilamiento que produce el reflejo de los rayos del sol sobre la nieve. Fito Strauch (primo de Adolfo) hace botas con los cojines para evitar hundirse en la nieve.
Así transcurren los días, cada 24 horas parecen un siglo.
Las reservas de comida se agotan, menos la angustia. El domingo 22 de octubre entoces llega un día clave. En una reunión en el interior del fuselaje se decide utilizar los cadáveres como alimento. Canessa toma la iniciativa, otros se rehúsan.
“Algunos se impresionaron mucho al comer carne humana por primera vez, pero al cruzar ese umbral, nos dimos cuenta que era lo mejor que podíamos hacer”, comentó Algorta.
“Del primer bocado recuerdo que pensaba que satisfacía mis necesidades de alimentación. A medida que comía se fortalecían mis ganas de seguir viviendo”, agregó.
En una oportunidad, Parrado sueña que sus compañeros se lo comen. Ramón Sabella, estudiante de agronomía, de 21 años, llega a temer que lo maten para comérselo también.
“Aquella no fue la primera vez que el ser humano tuvo que acudir a la carne humana (antropofagia) para sobrevivir. La historia está llena de distintas experiencias”, explicó Algorta, hoy casado con María Noelle Sauval, tres hijos y con un máster en administración de negocios en Estados Unidos.
María, por cierto, no es aquella novia que Algorta se propuso visitar en Chile, hace 40 años.
Un golpe al hígado de la moral del grupo llega el lunes 23. A través de la radio del Fairchild se enteran que el operativo de rescate fue suspendido dado los malos resultados.
Los días siguen transcurriendo y el sol curte la piel de los sobrevivientes. Por la mala alimentación el deterioro físico es cada vez más evidente. “Con el paso del tiempo perdíamos muchos kilos. Los ojos se nos hundían y los dientes se aflojaban”, describió Algorta.
Como si la adversidad feroz fuera poco, el domingo 29 de octubre, mientras todos dormían en el interior del avión, una avalancha cae con toda su furia, entra al Fairchalid y sepulta a todos dentro. Ocho personas mueren. El número de sobrevivientes se reduce a 19.

Algorta recuerda ése día como el más difícil de los 72. “Estaba dormido. Súbitamente escuché un ruido muy fuerte y a continuación entraron toneladas de nieve por la parte posterior del fuselaje, que apuntaba hacia la montaña”.
“No podía moverme. Como la nieve es porosa, deja pasar un poco el aire, además, había un pequeño espacio entre esta y mi cuerpo. Pude respirar hasta que la nieve se congeló. En ese punto, ya el aire no podía pasar más”.
Ante la falta de oxígeno, los minutos están contados para Algorta. “Sentía que moría. Cuando estaba practicamente ido, mi amigo Roy Harley me quitó la nieve de encima, la retiró de mi boca y así me salvé. Mis ganas de seguir adelante no desmayaron”.
Con palas confeccionadas por ellos mismos, el miércoles 1 de noviembe logran sacar los cadáveres del avión.
Algorta rememora el proceso de sepultura de los cuerpos, según él, desprovisto de cualquier formalidad. “Hacíamos un agujero en la nieve y allí los colocábamos. Para nosotros era algo normal. Vivíamos rodeados por la muerte”.
“Al derretirse la nieve, los cadáveres volvían a reaparecer. También lo hacíamos nosotros con las palas y los cubríamos de nuevo con nieve”.
Una expedición sale el domingo 5 de noviembre con Carlos Páez, Harley y Vizintín. El objetivo es probar sus condiciones físicas y mentales para ver quién acompañará a Parrado y Canessa en la caminata final.
En la ruta, el trío de expedicionarios encuentra la puerta trasera del avión y un recipiente con residuos de café. Dos días después están de regreso. Vizintín es el seleccionado.
El sol y la luna se intercambian en el firmamento. La temperatura un día marca -25, otro -30, incluso, hasta -40. El deterioro de los sobrevivientes sigue su ritmo imparable.
La muerte vuelve a tocar las puertas el miércoles 15 de noviembre. Arturo Noriega cede ante sus inflamadas heridas.
Un par de días luego, Parrado, Canessa y Vizintín parten entre abrazos con sus compañeros hacia el oeste. Van en busca de Chile. El trío se topa con la cola del avión, maletas y dentro de éstas comida, ropa y cigarros. Aquella noche la pasan en el el pedazo de la nave encontrada.

Otra hoja del calendario cae y se lleva a Rafael Echeverría. Sin conocimiento de la baja, Parrado, Canessa y Vizintín prosiguen la caminata.
Sin haber visto nada que indicara alguna civilización cercana, el domingo 19 deciden retornar al Fairchild. No regresan con las manos vacías porque traen las maletas cargadas.
El jueves 23 cumple años Bobby Francois. ¿Regalo?, sí, un paquete de cigarros.
Algorta recuerda que era el intelectual del grupo. Su especialidad no es el trabajo físico, sino proponer ideas y analísis sobre las diferentes situaciones. “Sugerí que la expedición tenía que salir caminando hacia el este, en dirección hacia Argentina. Hubiese sido lo mejor”.
Como el frío, tiempo de ocio había también de sobra. Para combatirlo, Algorta camina a manera de ejercicios. “Esto me ayudaba a sentirme vivo y fuerte”.
Las labores de rescate se reanudan el martes 28 de noviembre. La radio es de nuevo el único contacto con el mundo.
Entra diciembre. Se aproxima la noche de Navidad. Ahora el que cumple años es Parrado. Es el sábado 9, y “Nando” también recibe su obsequio: un habano.
De la peor manera posible comienza otra semana, el lunes 11. Muere Numa Turcatti. Ya son apenas 16 los sobrevivientes.
Por su puesto que esto no impide que al día siguiente Parrado, Canessa y Vizintín salgan cargados de fe en otra expedición. La noche la pasan en un saco de dormir previamente fabricado.
El jueves 14 de dicembre se toma otra decisión clave para el éxito de los caminantes, que llegan consigo porciones de carne. Aquel día deciden que Vizintín deje su ración de comida y regrese al Fairchild. La decisión logra estirar en el tiempo la alimentación de Parrado y Canessa.
Ya han pasado más de dos meses desde que el avión se accidentara a más de 300 kilómetros por hora. El domingo 17 de diciembre los ojos de los expedicionarios se iluminan. El primer signo de vegetación hace su aparición: un pequeño arrollo, musgo y juncos (plantas juncáceas de tallos verdes lisos).
Llega otra noche, pero ahora las esperanzas de encontrar civilización están más revitalizadas que nunca.
“No sabía si pasaríamos las navidades allí. Lo que sí sabía ya era que de allí salíamos”, señala Algorta. “Estar lejos de la familia, en una fecha tan simbólica, era lo de menos. Lo importante era, insisto, estar vivo un día más”.
El lunes 18, Parrado y Canessa penetran cada vez más en el valle que se abre a sus hinchados pies. Aparece ahora un río, siguen su caudal, mientras se asoman los primeros animales, flores y arbustos. Las estrellas se apoderan del cielo. Agotados pasan la mejor noche en mucho tiempo.
Una lata vacía de sopa, una herradura de caballo y árboles talados marcan el martes 19. La civilización que tanto buscan parece estar cerca.
Llega el miércoles 20 y se deshacen del saco de dormir. Creen que ya no lo necesitarán más. Canessa se siente enfermo. “Nando” lleva las dos mochilas.
Las voces internas de alarma comienzan de nuevo a encenderse. Las horas pasan sin ni siquiera otro pequeño rastro de civilización. Pero de repente, Canessa, que ya no puede caminar, ve a un hombre a caballo que aparece al otro lado del río.
Le grita a “Nando” para que corra y le haga señas. Y así fue, llega a la orilla del río, pero ya el jinete se había ido.
La decepción no dura mucho. Al poco tiempo aparecen tres hombres, también al otro lado del torrente. Uno de los tres desconocidos se acerca lo más posible y comienza a gritar algo. Canessa y “Nando” no logran captar lo que dice. Solo entienden “mañana”.
Apenas una palabra, pero suficiente para pasar la noche embriagados de esperanzas.
El jueves 21, los tres hombres reaparecen. Uno de ellos escribe en un papel que luego envuelve en una piedra que han enviado a una persona hacia donde “Nando” y Canessa se encuentran.
“Nando” responde con el mismo procedimiento y escribe: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba (Canessa). En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar a arriba?. Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”.

Unas horas después llega el hombre a caballo prometido. El arriero les da pan y los lleva a una cabaña, donde comen como nunca.
A “Nando” y Canessa les explican que la carta de auxilio fue llevada a la policía. Al rato se presentan los uniformados y ordenan a sus jefes en Santiago de Chile enviar helicópteros.
Ése mismo día, en el Fairchild se enteran por la radio que sus dos compañeros fueron encontrados. El júbilo estalla.
“Vivimos una gran alegría porque sabíamos que todo había terminado. Luego hubo un poco de enojo porque tardaron en irnos a buscar”, recordó Algorta.
El viernes 22 de diciembre, dos helicópteros salen en busca de los otros 14 sobrevivientes. “Nando” va en uno de ellos para guiar el camino.
El operativo de rescate se divide en dos fases. En la primera etapa son evacuados seis de los sobrevivientes. En la segunda, el sábado 23 de diciembre, los ocho restantes.
Hoy, cuarenta años después de aquel momento, le pregunto a Algorta:
¿Estuvo usted entre los primeros en ser rescatados?
Sí, porque fui uno de los que corrió más rápido (risas).

No hay comentarios:

Publicar un comentario